Enclavado en un bosque del Alentejo, el conjunto megalítico de Los Almendros invita a un reencuentro con la armonía inicial entre el ser humano y la naturaleza
Las incógnitas y enigmas siempre han sido motivo de atracción y fuente de inspiración. De ahí en cierta medida el fuerte interés del ser humano actual por la Prehistoria, por aquellos tiempos inmemoriales del despertar de la Humanidad como especie con conciencia propia y su lento pero paulatino desarrollo, mediante los primeros utensilios, el dominio del fuego y la conformación de las primeras sociedades.
Porque los múltiples avances científicos en el conocimiento de las primitivas culturas humanas han deparado a su vez nuevas interrogantes, acerca de cómo vivían, cómo pensaban o cómo se relacionaban entre sí las personas de aquellos grupos humanos. Buena prueba de ello, por ejemplo, son las diferentes teorías acerca de la finalidad para la que fue levantado el imponente y mundialmente conocido crómlech de Stonehenge, ubicado en el condado británico de Wiltshire.
Pero frente a la creciente presión turística afrontada por grandes monumentos megalíticos como el citado enclave británico, hasta hace pocos años casi invadido por el trazado de una carretera local, otros notables vestigios prehistóricos aún conservan casi intacta su naturalidad y conexión con su entorno más inmediato.
Es el caso del crómlech de Los Almendros, erigido a partir de finales del sexto milenio antes de la era actual, es decir desde el Neolítico Medio, en la pendiente de una suave colina poblada de alcornoques y localizada en lo que hoy constituye el término municipal de Nossa Senhora de Guadalupe, en la región de Évora del Alentejo portugués.
Este conjunto de menhires, al que se accede a través de una larga pista forestal que arranca desde la citada y pequeña localidad del Alentejo, está formado por 95 monolitos de forma ovoide o almendrada, algunos de los cuales alcanzan los 2,5 metros de altura. Incluso varios de ellos cuentan con motivos grabados o en relieve, destacando el monolito numerado como 48, en el que se distingue una esquemática representación antropomórfica rodeada de círculos.
El crómlech, descubierto en 1964 por el investigador Henrique Leonor Pina en el marco de la elaboración de la Carta Geológica de Portugal, fue conformado en diferentes fases hasta comienzos del tercer milenio antes de la era actual, ocupando una superficie elíptica de unos 70 metros de longitud por 40 metros de anchura máxima entre el bosque de alcornoques que cubre todo el entorno.
Dicho bosque alberga además un solitario pero notable menhir de unos 3,5 metros de altura localizado a 1,3 kilómetros del crómlech pero asociado al mismo, al que es posible acceder desde un sendero que serpentea entre las fincas de la zona y que parte desde la propia pista forestal que conduce al grupo de monolitos.
EN SU ESTADO PURO
La conservación de este conjunto megalítico en su entorno natural sin que el mismo haya sufrido alteraciones significativas, pues el claro donde se alzan los monolitos ni siquiera está vallado, conforma así un enclave evocador, donde no resulta difícil conectar con la armonía con la que inicialmente se relacionaba el ser humano con su hábitat y reflexionar sobre cómo interpretaban la vida aquellas primitivas sociedades.
No en vano, la ficha técnica del Instituto luso de Gestión del Patrimonio Arquitectónico y Arqueológico no sólo defiende que el crómlech de Los Almendros constituye actualmente “el mayor conjunto estructurado de menhires de la Península” Ibérica y “uno de los más importantes del megalitismo europeo”, sino además “un sitio cultural con una fuerte carga mágica y simbólica” y un “ejemplo singular de la reutilización de un mismo espacio sacralizado a lo largo de los tiempos”.