Aunque estos días se convierta en el centro de todas las miradas del mundo cristiano, Belén sigue siendo una pequeña localidad en medio del desierto de Judá como en los tiempos en los que según la tradición católica vio nacer al Mesías.
Apenas 25.000 habitantes residen en este enclave a unos 10 kilómetros al sur de Jerusalén y actualmente bajo el gobierno de la Autoridad Nacional Palestina. Si hace 2020 años fue un lugar de acogida para José y María en su huida para evitar la matanza de los primogénitos ordenada por Herodes, hoy la conflictividad que envuelve a todo Israel no es ajena a este enclave, por cuanto su población está integrada fundamentalmente por árabes musulmanes y cristianos bajo la atenta vigilancia del Gobierno judío. De hecho, este año, el Ejecutivo israelí vetó los tradicionales permisos a los cristianos de Gaza para acudir a Belén a celebrar la Navidad, si bien finalmente levantó las restricciones.
La Basílica de la Natividad
La Basílica de la Natividad de Belén es una de las más antiguas iglesias cristianas en funcionamiento. El primer templo fue construido sobre una gruta por la mismísima Santa Helena, madre del emperador Constantino que implantó el cristianismo como religión oficial en Occidente. La tradición cuenta que tuvo una visión y señaló el lugar exacto del nacimiento de Jesús, hoy bajo la mesa de un altar ortodoxo, alumbrado por lámparas plateadas y cubierto con una lápida de mármol blanco con la famosa estrella de 14 puntas regalo de los Reyes Católicos. Hasta allí se acercan cada año miles de fieles para arrodillarse y tocar o besar la estrella. Como todos los lugares santos de Israel, la Basílica de la Natividad es compartida por católicos, ortodoxos y armenios y aunque el altar de la estrella es considerado neutral, enfrente los católicos cuenta con un pequeño espacio que identifican con el pesebre en el que la Virgen María acostaba al Niño Jesús, o lo que es lo mismo, el portal de Belén que en estas fiestas decora la casa de quienes profesan esta fe.
La iglesia de la Natividad tiene una estética fundamentalmente ortodoxa, como la mayoría de las iglesias cristianas más antiguas de Tierra Santa. Lámparas, mosaicos e iconos pueblan el templo, en continua restauración ante el deterioro que presentan muchas de sus pinturas y techos artesonados.
La historia de este templo está lleno de avatares. La antigua Basílica mandada construir por Santa Helena en el siglo IV fue incendiada en la Revuelta Samaritana del siglo VI. El emperador Justiniano la reconstruyó con su forma actual en el año 565. Se salvó de la destrucción de los persas cuando invadieron esta zona porque, según la leyenda, su comandante se conmovió al ver una representación de los Reyes Magos vestidos con ropajes orientales y decidió que el templo fuera saqueado pero no destruido. Posteriormente, los Cruzados hicieron transformaciones y ampliaciones y hoy en día el recinto cubre unos 12.000 metros cuadrados.
El lugar más sagrado de la misma es una cueva subterránea bajo las capillas donde se celebran las misas (la de San José, que conmemora el lugar donde se le apareció el ángel advirtiéndole de que huyera con la familia a Egipto; la de los Inocentes, en recuerdo de la matanza de niños de Herodes; o la de San Jerónimo, donde éste se retiró a traducir la Biblia). La misa del Gallo que oficial el patriarca latino de Jerusalén se celebra en la Iglesia adjunta de Santa Catalina de Alejandría.
Para acceder a la Gruta de la Natividad, hay que bajar unas estrechas escaleras y acceder por la llamada Puerta de la Humildad, de apenas 1,2 metros de alto que obligan a agacharse en señal de reverencia al Mesías que allí nació.
La Basílica de la Natividad es el corazón del municipio de Belén, pero esta pequeña localidad palestina está poblada de lugares de culto para los cristianos siguiendo los pasos de la Sagrada Familia que celebramos estos días. Así, muy cerca del templo principal se encuentra la llamada Gruta de la Leche, donde según la tradición la Virgen María reposó para amamantar al niño. Se atribuyen bondades para quedarse embarazada al polvo de sus paredes, que la comunidad católica vende en pequeñas bolsitas. Un grupo escultórico de la huida a Egipto está tallado en piedra en las paredes de esta gruta.
Beit Sahour
A unos dos kilómetros de Belén, en el pequeño pueblo de Beit Sahour (que significa “lugar de guardia nocturna”) la tradición ubica el campo de los pastores en el que la Biblia relata que el Ángel del Señor se les apareció para anunciarles el nacimiento de Jesús y les instó a ir adorarle. Este pueblo también está bajo la Autoridad Nacional Palestina y según la tradición, Santa Helena construyó allí un monasterio. De nuevo las fricciones entre las distintas ramas del Cristianismo hacen que la Iglesia Católica y la Griega Ortodoxa se disputen el verdadero campo de los pastores, llamados Beit Sahour al-Antiqah (el antiguo Beit Sahour, que reivindica la Iglesia Ortodoxa) y Beit Sahour an-Nasara (el de los católicos). Los custodios franciscanos de Tierra Santa construyeron en 1954 una Iglesia de los Pastores en este último, sobre las ruinas de un monasterio del siglo IV. Tiene forma de tienda de campaña, en memoria a los campamentos de los pastores, y la cúpula está formada por pequeñas ventanas de vidrio que recuerdan el cielo y las estrellas bajo las cuales descansaban los primeros testigos del nacimiento del Mesías.
Desde Belén se vislumbra el Monte del Paraíso, en cuya cima sitúa la tradición el palacio-fortaleza de Herodes, el llamado Herodión, construido entre el año 23 y 20 antes de Cristo. Está a unos cinco kilómetros de la localidad palestina y desde los años 60 se ha venido excavando para sacar a la luz los restos arqueológicos de un complejo real y administrativo que hoy puede recorrerse y disfrutar de las privilegiadas vistas que desde el enclave se tienen de Belén, Jerusalén y el desierto de Judá. Unos alrededores en los que es fácil soñar con esos tres Magos de Oriente a camello que, guiados por una estrella, buscaban al Mesías recién nacido por el que preguntaron al emperador y que, gracias a un sueño, una vez hallado el pesebre en el que adoraron al Niño Dios regalándole oro, incienso y mirra, decidieron retornar a sus lejanas tierras por otro camino para no desvelar a Herodes su paradero como éste les había pedido con la intención de matar al Salvador.